Puso un banco sobre la silla para alcanzar la viga
en el techo. Tuvo que estirarse en puntas de pie para poder colgar la cuerda.
Le transpiraban las manos al enlazarla. Sin embargo, los nudos le quedaron perfectos.
Bajó y se sentó en la cama. Agachó la cabeza
recordando. Nervioso, se restregó las manos.
Aquellos ojos oscuros y profundos le sonreían aún.
Aquella dulce voz, todavía sonaba en sus oídos.
De un brinco se puso de pie, eliminando así todo
pensamiento. Frotó sus manos en los bolsillos traseros del jeans. Hacía calor.
Se quitó las zapatillas. De niño le gustaba caminar descalzo, gozaba.
Volvió a subirse a la silla. Metió la cabeza por el
ojo de la cuerda anudada. Era áspera y rugosa. Sintió de pronto un escalofrío.
Miró el techo de zinc tratando de encontrar algún agujerito en la chapa que
dejara al descubierto un resquicio del cielo, pero solo pudo ver las telas de
araña luciendo su poder sobre las alturas.
Cerró los ojos y toda su vida se volvió un grito
sordo en la oscuridad. En un balanceo absurdo, sus pies como péndulos, habían
marcado el último suspiro.-
Este minicuento fue publicado en la Revista LAPICEA de
la Asociación
Cultural Amigos de Santa Amalia, en Badajoz, España, en la
edición de Diciembre de 2010.-
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