jueves, 7 de abril de 2022

sábado, 26 de marzo de 2022

Otoño en el alma (Ale Abrahan)

 En este otoño desgarbado, el pensamiento busca flores y luces que sentencien el alma a convertirse en primavera. 




jueves, 24 de marzo de 2022

Melancolía (Ale Abrahan)

 Que no se derrumben los recuerdos. Que la nada del olvido desaparezca. Que todo lo que somos siga siendo. Que la melancolía nos traiga al origen. Que nadie diga que no fue feliz. Que las miradas sigan siendo ese pedazo del alma repartida en suspiros. Que todos y cada uno sea eterno. Que en una lágrima el mundo sepa que seguimos vivos. Que no haya olvido ni más allá. Que la luz de los que están en ausencia siga iluminándonos... 



lunes, 21 de marzo de 2022

LA PARTIDA (ALE ABRAHAN)

 

Ella se detuvo frente al semáforo en rojo. Parecía una artista callejera haciendo malabares. Al compás de una música imaginaria comenzó a bailar. El viento volaba sus cabellos. Sus piernas como gacelas. Quería huir, correr, volar, morir. Y al fin lo logró.-




Quien eres (Ale Abrahan)






 

¿Quién eres?

simplemente eres tú,

solo tú en mi vida,

solo tú en la ausencia,

solo tú en la presencia…

Eres el perfume

del café con leche,

las mañanas de frío invierno.

Eres el sabor de la gota de rocío

que abre las margaritas en mi jardín.

Eres el murmullo en mi cabeza

el ruido que no puedo apagar

la intensidad del gemido y

el grito de alivio.

Eres la sombra que me acompaña

que me abraza y me besa

cuando el viento roza mis labios.

Eres la palabra dicha y la no dicha

también

la palabra que anida en mi garganta

y en mi alma aquejada.

Pero no dejas de ser el silencio

ese silencio que me invade

cuando miro la luna desde la terraza

y ahí comprendo,

no estamos tan lejos

no estamos ausentes.

Y te veo en un rayo de luz

y siento tu abrazo fuerte en mi cuerpo

y el sabor húmedo de tu boca en mis labios

y el calor y la aspereza de tus manos

rozando mi espalda.

Y te siento, te siento, y se que

eres, que existes, que estás, en mí y aquí.-

martes, 22 de febrero de 2022

 





LA HELADERA                (Ale Abrahan)



 (Ilustración de Pablo Moya)

 

Elena dormía apoyada sobre la mesa. La despertó el teléfono que sonó por quinta vez. El aparato, muy cerca de sus manos, vibraba intermitente. Levantó la cabeza y abrió los ojos enderezándose. Alargó la mano para alcanzar el tubo, pero en un movimiento de autodefensa, la escondió debajo del mantel. Miró hacia el jardín a través de la cortina amarillenta. En su pesadilla, la madre regaba las plantas. Y a continuación, la mujer ya en la cocina, le gritaba que por no comer todo su almuerzo la internarían en un hospital. Ella, se veía pequeña, una niña de siete años que lloraba asustada.

Algo se removió en su estómago, pero no era el hambre a pesar de llevar días sin comer. Por momentos la debilidad y la falta de fuerzas se apoderaban de ella. No era capaz de distinguir cuanto tiempo había pasado. Las noches y los días se mezclaban en su conciencia: no sabía con seguridad cuál fue el momento exacto en que la desgracia comenzó a desparramarse por sus horas.

Se puso de pie y caminó alrededor de la mesa. Observaba de reojo la puerta de la heladera que no cerraba del todo. Se acordaba de las veces que su madre le recriminaba tenerla vacía; que nunca hubiera qué comer ahí. Si por acaso, en este momento, la pudiera ver, no volvería a quejarse.

Había un montón de trastos sucios en la bacha, ahí hurgó hasta encontrar un vaso: lo enjuagó, lo llenó de agua y se lo bebió de un trago. Le temblaban las manos. Se acercó a la ventana que daba al fondo de la casa. Al abrirla se coló un vapor caliente que golpeó su cara. Por la fuerza del sol presintió que era pasado el mediodía. Y justamente, en la pared, el reloj marcaba la una. Dio otro rodeo junto a la mesa, y detuvo sus ojos, una vez más, en la heladera que no cerraba.

En ese momento un gato atravesó la ventana abierta, se le acercó ronroneando y enredándose entre las piernas. Quiso acariciarlo. Pero le costaba mover los dedos. Le hormigueaban las manos; las tenía entumecidas. No tenía energía.

El animal maullaba olisqueando su plato vacío. Ella no recordaba cuándo le había dado su comida por última vez. Fue hasta la alacena y sacó un paquete que con torpeza volcó en el plato.

De repente, Elena sintió un fuerte dolor en el pecho. Respiró profundo, se agachó por un segundo y se incorporó de nuevo, lo hizo una y otra vez hasta que el dolor cedió. Sentada, cruzó los brazos sobre la mesa y apoyó la cabeza con los ojos cerrados hasta quedar dormida una vez más.

La madre le metía con violencia la cuchara en la boca, le golpeaba los dientes y la obligaba a tragar. Ella sentía las arcadas y los labios lastimados. “¡Enferma!¡Rata flaca de campo!- gritaba la mujer que con furia golpeaba la mesa arrojando la olla al piso. La nena lloraba en un rincón mientras se tapaba los oídos para no escuchar. Y de pronto todo se volvió negro. Sentía que se encogía poco a poco, se volvía más pequeña, como una rata flaca de campo.

Unos fuertes golpes en la puerta la despertaron. Las piernas no le respondían. Le costó incorporarse. Los golpes seguían.

-Ya voy- apenas pudo balbucear.

Cuando por fin abrió, se encontró con su hermana muy afligida. No logró articular palabra y un mareo la cegó y la hizo tambalear. Se agarró de la pared para no caer.

-¿Por qué no atendés el teléfono? ¿Qué pasó? ¿Dónde está mamá? –inquirió la recién llegada mientras buscaba por toda la casa.

-Mamá está en la heladera – susurró Elena.-


Cuento publicado en la antología "De esto no se habla", Tucumán, Argentina, 2019.- (Derechos Reservados)                                                                                                                                 



domingo, 6 de febrero de 2022

 3 de febrero  (ale abrahan)



Tachado en el calendario:

Tres de febrero,

Sin lluvia, sin sol, sin viento, sin vos.-

miércoles, 29 de diciembre de 2021

 Apariencias 

 Ale Abrahan


 

  Miraba sus sonrosadas mejillas en el resplandor del espejo. Sus ojos brillaban iluminados por la evocación de las manos ásperas de su amado. 

 Cepillaba su cabello y de reojo observaba la ventana esperando que apareciera el auto de Ignacio para ir juntos a la oficina. 

Sonreía: juntos habían llegado al máximo del éxtasis, nunca antes vivido con otras parejas. 

 Esa noche entre las sombras de la habitación jugaban excitados con la tanga roja y la faldita a cuadros que estrenaba. Le quedaba perfecta, y el depilado de las piernas muy delicado, las veía sensuales y provocativas. La blancura exquisita de su piel ponía loco a su enamorado. Frente al espejo repasaba esas caricias, la boca impetuosa que se humedecía de tanto en tanto y el rojo del lápiz labial que se corría con cada beso más jugoso. Su piel se erizaba al pensar en la sensualidad de las manos de Ignacio levantándole de a poco la falda y bajándole el liguero que se puso por pura coquetería. Su sexo empezaba a agitarse y ya percibía el calor entre sus piernas, le quitó las medias al compás de una mano que le acariciaba. Con maestría de experto hizo que se volviera de espaldas y quedara mirando al espejo y se entregara sin resistencia. Casi gimió de placer y se estremeció al revivir su cuerpo la penetración que entre dolor y placer sumieron su deseo en puro gozo. Se tocó la entrepierna y ciñó los muslos intentando pensar en otra cosa que de lo contrario sería evidente su excitación cuando llegara Ignacio. Llevaba nuevamente la tanga roja, era un poco apretada pero se excitaba al pensar que debajo del pantalón que disimulaba sus ansias, su sexo se había vuelto de fuego, y en cuanto quedaran a solas en la oficina llevaría a Ignacio sobre los escritorios y con su boca toda pintada de rojo y la lengua apasionada lo haría gritar de placer. 

 De pronto escuchó la bocina dar la señal justo a tiempo para no llegar tarde. Tomó el maletín de la cama mientras alguien golpeaba la puerta del cuarto y le anunciaba: 

 -¡Papá! El tío Ignacio te espera.- 


Relato aparecido en la Revista Digital N°11: Gay + Art, Revista de literatura y Arte gráfico gay, Noviembre de 2014.- Derechos Reservados

lunes, 20 de diciembre de 2021

HISTORIAS TUCUMANAS

 




El familiar

 Por Alejandra Abrahan

Nací unos años antes de que comenzara el Proceso militar y mi casa miraba de frente al gran portón del ingenio. La ceniza pintaba todo de negro: en los jardines se colaba entre los malvones y las dalias; entraba por cualquier hendija y manchaba sábanas y manteles; cuando salíamos a jugar el sudor y las lágrimas parecían de barro; y, los días de lluvia descendía el agua oscura de los techos. En esta aparente inocencia y serenidad transcurrían días de miedo y de recato para todos. El gobierno intentaba imponer un orden que muchos no aceptaban; y se servía del terror y la coacción.  Pero también no faltaban oportunidades para que aparecieran en escena otros personajes: los protagonistas de mitos y leyendas habían creado en el imaginario colectivo una suerte de realidad alternativa que funcionaba en base al miedo que mantenía a los audaces y no tanto en sus casas, transformadas en refugios contra toda fuerza del mal que se desataba después del atardecer.

Con tan solo siete años me tocó ser testigo de un hecho que aún hoy, cuarenta años después, no logro entender. Voy a relatarles lo que vi o mejor dicho lo que recuerdo de lo que creí ver; la memoria hace de laberinto, nos lleva por intrincados caminos que se confunden y se entrecruzan al antojo de lo que queremos recordar. No es un hecho fortuito, no señores, la memoria está donde queremos que este.

Aquel año el invierno fue muy crudo y el viento helado, en las noches, llevaba y traía ruidos desconcertantes. Algunos parecían gritos que callaban ante la bulla de los trapiches y las calderas. Después de la medianoche rondaba el familiar que andaba suelto y arrastraba pesadas cadenas que oíamos donde quiera que estuviéramos. Lo oí muchas veces, pero solo aquella vez me atreví a mirar.

El día de mi cumpleaños, mi madre preparó una chocolatada, pastafrola y torta para festejar con la familia y los amigos. Estaba muy emocionado. No podía contener la  alegría y la desesperación de ver los regalos que mi madre  recibía y llevaba al dormitorio para que los viera cuando todos se marcharan; esa tarde, la adrenalina y el deseo me mantuvieron despierto hasta altas horas. Mi pieza daba con una ventana a la calle. Por detrás de las cortinas, mi cabeza tan solo sobrepasaba el alfeizar: podía mirar y observar todo lo que ocurría fuera.

En ese momento escuché unos pasos que corrían, el ruido seco de disparos y luego un silencio de muertos que quedó en el aire. Mi madre entró al cuarto asustada y me obligó a apagar las luces y meterme en la cama. Me prohibió que me levantara a mirar por la ventana, incluso había bajado las persianas. Cuando ya estaba casi dormido un vehículo frenó afuera. La curiosidad hizo que me deslizara sigilosamente hasta la ventana. Hice correr las persianas con mis dedos, y vi un auto verde detenido frente al ingenio. No se advertían movimientos extraños pero al menos dos personas se encontraban dentro. Luego de unos minutos siguió adelante deteniéndose a una cuadra y se quedó allí con las luces apagadas. Pensé que se trataba de la hija de la verdulera: siempre la acompañaba un oficial con el que se quedaba, dentro del auto, al menos media hora antes de entrar en su casa.

Entonces decidí meterme a la cama. Hacía mucho frío y había neblina. Ya entre mis colchas oí a cierta distancia el alboroto de perros callejeros, algunos gemían con aullidos desgarradores; otros, los más audaces, ladraban furiosos. Y en el mezclarse de voces naturales percibí un ruido metálico, de hierros que chocaban entre si y con el ripio de la calle. Semejaba el arrastre de gruesas cadenas. Sentí un escalofrío, que al recordarlo hoy, aún me estremece, y como dicen las viejas, se me pone la piel de gallina. Sin embargo la curiosidad pudo más y salté de la cama.

 

Había entre los peones del ingenio un muchacho rubio de ojos verdes que vino de otras partes según decían las vecinas. Este chico era el cabecilla entre los hombres del sindicato de los obreros del ingenio. Él armaba las reuniones en plena calle, frente al portón y alegaba al público contra los bajos salarios incitando a los obreros a la huelga. Se rumoreaba que era un estudiante de psicología; vino de otra provincia  a estudiar en la universidad. Para mantenerse se empleaba en la época de la zafra. Entre los obreros encontró el terreno dispuesto a la siembra de sus ideas filosóficas, de rebelión y protesta contra el sistema imperante. Los obreros lo escuchaban hablar y se quedaban boquiabiertos: adherían a sus planteamientos y se entusiasmaban con las posibilidades de mejorar su calidad de vida si conseguían los beneficios que la lucha social les prometía. Incluso la hija del dueño de la fábrica quedaba fascinada cuando lo escuchaba hablar. Las viejas cuchicheaban entre sí que la chica se había enamorado y que cuando su padre lo supiera el rubio estaría en serios problemas.

Recordé entonces que aquella mañana al regreso de la escuela, lo vi entregar volantes en una de las esquinas del ingenio a todos los que salían de cumplir su jornada laboral. En letras grandes se fijaba la fecha de la huelga para dos días después.

De pronto el ruido cercano de las cadenas me hizo temblar. Boby, el pequines de mi madre, entró corriendo con la cola entre las patas, y gimiendo se metió debajo de la cama. Por la esquina apareció el rubio corriendo. En ese momento se encendieron las luces del auto a su espalda. El chico corrió un trecho más y quedó justo frente a mi ventana en medio de la calle. Fue entonces cuando vi al demonio: con las luces del auto encendidas quedó a la vista de todos. Su tamaño era enorme. Los ojos parecían de fuego. Hubiera dicho que se asemejaba a una pantera negra pero no, por sus formas era sin dudas un perro. Gruñó y lanzó su aliento penetrante que llegó hasta mi nariz. Hizo estallar mis lágrimas. Era el mismo olor de los infiernos, o al menos el que dicen que hay allí: azufre. Comencé a ver borroso. No distinguía con claridad. El auto bajó las luces y dos hombres salieron de su interior. Llevaban armas. Uno de ellos lanzó una piedra al foco de la calle que quedó a oscuras de inmediato. Solo la luna iluminaba con un rayo tenue. Caminaban lentamente hacia el muchacho. Los hombres detrás, el familiar por delante. Estaba rodeado. El rubio sacó del costado de su abrigo un cuchillo que relució en la semipenumbra. Una navaja con la empuñadura de madera en forma de cruz. Cuando se lo conté a mi madre, al otro día, ella dijo que ese cuchillo era de plata.

La bestia gruñó otra vez y se lanzó contra el chico, pero este con gran habilidad logró esquivarlo. Los ojos del muchacho mostraban el terror que lo invadía. Transpiraba a pesar del frío. El perro en su furia se lanzó a él por segunda vez. Entonces el joven se arrojó al piso y volvió a evitar la embestida. Sin dejar que se pusiera en pie el demonio se arrojó de nuevo dispuesto a ir por la cabeza, pero el muchacho en un afán defensivo levantó la mano y le clavó su puñal en tórax del animal: un aullido lastimero retumbó en mis oídos. El chico hirió al demonio con su cuchillo de plata. Pude ver un gran charco rojo y a la bestia que convulsionaba en el suelo. De a poco se volvía más pequeño y más, hasta que su forma cambió a la de una víbora ciega, que arrastró un hilo de sangre cruzando el portón del ingenio. Mientras tanto el chico corrió por un callejón y los tipos armados volvieron al auto y se fueron detrás de él. En el momento en que creí que todo volvería al silencio, dentro del ingenio se produjo una gran explosión: explotaron dos calderas y el fuego se dispersó en cuestión de minutos. Ardió la fábrica como atacada por una maldición.

 

Al otro día en el diario local las noticias encabezaban los titulares con la novedad de la muerte del dueño del ingenio en su intento de apagar el fuego. Pero en ninguna parte informaban sobre el destino del rubio de quien nunca más se supo nada.-


Texto Publicado en la Antología de Historias Tucumanas, 2016, Tucumán, Argentina. (Derechos Reservados)

 

jueves, 11 de noviembre de 2021