Estaba allí en el
borde de la ventana. De techo un cielo gris azulado; y la luna inmensa
iluminaba una lágrima que corría por sus mejillas. Un viento frío le helaba las
carnes y revoloteaba sus cabellos. Desde ahí alcanzaba a ver las infinitas
luces de los edificios que como ojos se posaban en sus pensamientos.
Faltaba poco para
el amanecer.
Sacó de los
bolsillos un cigarrillo y un encendedor. Sonrió al observar la leyenda en el
paquete: Fumar mata. Y pensó: “a mí, me mató su amor”.
Cuando tuvo que
decidir, eligió la causa y se quedó sin el amor. Sin embargo en las noches
deliraba recordando los besos, sintiendo entre sus sabanas aquel perfume que lo
embriagaba.
Con los pies
descalzos jugueteaba en el borde de la pared rozando el árido cemento.
Terminaría el cigarrillo y bajaría que la hora se acercaba.
Cuando tocó el piso
del cuarto un escalofrío recorrió sus huesos.
Una lámpara somnolienta
derramaba sus sombras sobre los muebles y la cama.
Se puso la remera negra y frente al espejo
contemplo su rostro enmarcado por gruesas cejas y una nariz prominente. Tenía
unos ojos oscuros de lince. La piel morena curtida por miles de años de
ancestros caminando el desierto. Todavía era joven pero la causa dibujaba
surcos en los parpados cuando se la llevaba en la sangre y el alma.
Con extremo cuidado
tomó el cinturón de dinamita y se lo colocó. Su cuerpo temblaba. Con un grueso
abrigo disimuló lo que llevaba alrededor de su cintura. La mochila descansaba
sobre la cama. Nadie lo notaria en el subterráneo.
Apagó todas las
luces del departamento. Cerró las llaves de paso del gas, del agua y de la luz.
Sacó de abajo del colchón el cuaderno. Allí detallaba el operativo y sus últimos
deseos, incluso la carta que escribió para ella. Quería que lo recordara como
su héroe, alguien capaz de entregar la vida por lo que cree. Dios bendeciría su
accionar. Su nombre quedaría grabado para la posteridad. Y ella se sentiría
orgullosa al fin.
Salió del edificio
lentamente. La ciudad ya era un hormiguero andante. Un día cualquiera, un día
más, un miércoles o jueves o viernes, de cualquier mes, de cualquier año.
Caminó dos cuadras
hasta el principal cruce de subterráneos. La gente abarrotaba los andenes.
Hombres aletargados. Mujeres aburridas. Jóvenes estudiantes alegres.
Miraba el reloj
calculando los minutos que faltaban.
Cuando llegó el
tren, entre empujones, los viajantes subieron apurados. Nadie quería perder su
turno ni quedar afuera.
Él, subió con la discreción
de quien ya no espera nada. Caminó entre los pasajeros hasta encontrar el mejor
hueco al centro del vagón. Se quedó allí y comenzó su cuenta regresiva. Las
manos le sudaban. A pesar del invierno, transpiraba. Vigilaba con curiosidad a todas esas personas. En un rincón había una
pareja de jóvenes colegiales. Él la abrazaba con ternura, y ella con un poco de
timidez sonreía. Mas adelante un hombre dormitaba con el diario sobre el
rostro. Dos mujeres obesas apretadas junto a una ventanilla cuchicheaban
mirando a un cura rubio y alto que no quitaba los ojos de la ventanilla.
Pero se quedó contemplando
a la parejita.
Entonces la recordó
y las veces que le sonreía con timidez cuando él la abrazaba. Y volvieron a su
pensamiento las lágrimas que ella le dedicó la noche que se fue.
Una gota de agua salada brotó de sus ojos al
momento de apretar el botón que activó la bomba.-
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