lunes, 20 de diciembre de 2021

HISTORIAS TUCUMANAS

 




El familiar

 Por Alejandra Abrahan

Nací unos años antes de que comenzara el Proceso militar y mi casa miraba de frente al gran portón del ingenio. La ceniza pintaba todo de negro: en los jardines se colaba entre los malvones y las dalias; entraba por cualquier hendija y manchaba sábanas y manteles; cuando salíamos a jugar el sudor y las lágrimas parecían de barro; y, los días de lluvia descendía el agua oscura de los techos. En esta aparente inocencia y serenidad transcurrían días de miedo y de recato para todos. El gobierno intentaba imponer un orden que muchos no aceptaban; y se servía del terror y la coacción.  Pero también no faltaban oportunidades para que aparecieran en escena otros personajes: los protagonistas de mitos y leyendas habían creado en el imaginario colectivo una suerte de realidad alternativa que funcionaba en base al miedo que mantenía a los audaces y no tanto en sus casas, transformadas en refugios contra toda fuerza del mal que se desataba después del atardecer.

Con tan solo siete años me tocó ser testigo de un hecho que aún hoy, cuarenta años después, no logro entender. Voy a relatarles lo que vi o mejor dicho lo que recuerdo de lo que creí ver; la memoria hace de laberinto, nos lleva por intrincados caminos que se confunden y se entrecruzan al antojo de lo que queremos recordar. No es un hecho fortuito, no señores, la memoria está donde queremos que este.

Aquel año el invierno fue muy crudo y el viento helado, en las noches, llevaba y traía ruidos desconcertantes. Algunos parecían gritos que callaban ante la bulla de los trapiches y las calderas. Después de la medianoche rondaba el familiar que andaba suelto y arrastraba pesadas cadenas que oíamos donde quiera que estuviéramos. Lo oí muchas veces, pero solo aquella vez me atreví a mirar.

El día de mi cumpleaños, mi madre preparó una chocolatada, pastafrola y torta para festejar con la familia y los amigos. Estaba muy emocionado. No podía contener la  alegría y la desesperación de ver los regalos que mi madre  recibía y llevaba al dormitorio para que los viera cuando todos se marcharan; esa tarde, la adrenalina y el deseo me mantuvieron despierto hasta altas horas. Mi pieza daba con una ventana a la calle. Por detrás de las cortinas, mi cabeza tan solo sobrepasaba el alfeizar: podía mirar y observar todo lo que ocurría fuera.

En ese momento escuché unos pasos que corrían, el ruido seco de disparos y luego un silencio de muertos que quedó en el aire. Mi madre entró al cuarto asustada y me obligó a apagar las luces y meterme en la cama. Me prohibió que me levantara a mirar por la ventana, incluso había bajado las persianas. Cuando ya estaba casi dormido un vehículo frenó afuera. La curiosidad hizo que me deslizara sigilosamente hasta la ventana. Hice correr las persianas con mis dedos, y vi un auto verde detenido frente al ingenio. No se advertían movimientos extraños pero al menos dos personas se encontraban dentro. Luego de unos minutos siguió adelante deteniéndose a una cuadra y se quedó allí con las luces apagadas. Pensé que se trataba de la hija de la verdulera: siempre la acompañaba un oficial con el que se quedaba, dentro del auto, al menos media hora antes de entrar en su casa.

Entonces decidí meterme a la cama. Hacía mucho frío y había neblina. Ya entre mis colchas oí a cierta distancia el alboroto de perros callejeros, algunos gemían con aullidos desgarradores; otros, los más audaces, ladraban furiosos. Y en el mezclarse de voces naturales percibí un ruido metálico, de hierros que chocaban entre si y con el ripio de la calle. Semejaba el arrastre de gruesas cadenas. Sentí un escalofrío, que al recordarlo hoy, aún me estremece, y como dicen las viejas, se me pone la piel de gallina. Sin embargo la curiosidad pudo más y salté de la cama.

 

Había entre los peones del ingenio un muchacho rubio de ojos verdes que vino de otras partes según decían las vecinas. Este chico era el cabecilla entre los hombres del sindicato de los obreros del ingenio. Él armaba las reuniones en plena calle, frente al portón y alegaba al público contra los bajos salarios incitando a los obreros a la huelga. Se rumoreaba que era un estudiante de psicología; vino de otra provincia  a estudiar en la universidad. Para mantenerse se empleaba en la época de la zafra. Entre los obreros encontró el terreno dispuesto a la siembra de sus ideas filosóficas, de rebelión y protesta contra el sistema imperante. Los obreros lo escuchaban hablar y se quedaban boquiabiertos: adherían a sus planteamientos y se entusiasmaban con las posibilidades de mejorar su calidad de vida si conseguían los beneficios que la lucha social les prometía. Incluso la hija del dueño de la fábrica quedaba fascinada cuando lo escuchaba hablar. Las viejas cuchicheaban entre sí que la chica se había enamorado y que cuando su padre lo supiera el rubio estaría en serios problemas.

Recordé entonces que aquella mañana al regreso de la escuela, lo vi entregar volantes en una de las esquinas del ingenio a todos los que salían de cumplir su jornada laboral. En letras grandes se fijaba la fecha de la huelga para dos días después.

De pronto el ruido cercano de las cadenas me hizo temblar. Boby, el pequines de mi madre, entró corriendo con la cola entre las patas, y gimiendo se metió debajo de la cama. Por la esquina apareció el rubio corriendo. En ese momento se encendieron las luces del auto a su espalda. El chico corrió un trecho más y quedó justo frente a mi ventana en medio de la calle. Fue entonces cuando vi al demonio: con las luces del auto encendidas quedó a la vista de todos. Su tamaño era enorme. Los ojos parecían de fuego. Hubiera dicho que se asemejaba a una pantera negra pero no, por sus formas era sin dudas un perro. Gruñó y lanzó su aliento penetrante que llegó hasta mi nariz. Hizo estallar mis lágrimas. Era el mismo olor de los infiernos, o al menos el que dicen que hay allí: azufre. Comencé a ver borroso. No distinguía con claridad. El auto bajó las luces y dos hombres salieron de su interior. Llevaban armas. Uno de ellos lanzó una piedra al foco de la calle que quedó a oscuras de inmediato. Solo la luna iluminaba con un rayo tenue. Caminaban lentamente hacia el muchacho. Los hombres detrás, el familiar por delante. Estaba rodeado. El rubio sacó del costado de su abrigo un cuchillo que relució en la semipenumbra. Una navaja con la empuñadura de madera en forma de cruz. Cuando se lo conté a mi madre, al otro día, ella dijo que ese cuchillo era de plata.

La bestia gruñó otra vez y se lanzó contra el chico, pero este con gran habilidad logró esquivarlo. Los ojos del muchacho mostraban el terror que lo invadía. Transpiraba a pesar del frío. El perro en su furia se lanzó a él por segunda vez. Entonces el joven se arrojó al piso y volvió a evitar la embestida. Sin dejar que se pusiera en pie el demonio se arrojó de nuevo dispuesto a ir por la cabeza, pero el muchacho en un afán defensivo levantó la mano y le clavó su puñal en tórax del animal: un aullido lastimero retumbó en mis oídos. El chico hirió al demonio con su cuchillo de plata. Pude ver un gran charco rojo y a la bestia que convulsionaba en el suelo. De a poco se volvía más pequeño y más, hasta que su forma cambió a la de una víbora ciega, que arrastró un hilo de sangre cruzando el portón del ingenio. Mientras tanto el chico corrió por un callejón y los tipos armados volvieron al auto y se fueron detrás de él. En el momento en que creí que todo volvería al silencio, dentro del ingenio se produjo una gran explosión: explotaron dos calderas y el fuego se dispersó en cuestión de minutos. Ardió la fábrica como atacada por una maldición.

 

Al otro día en el diario local las noticias encabezaban los titulares con la novedad de la muerte del dueño del ingenio en su intento de apagar el fuego. Pero en ninguna parte informaban sobre el destino del rubio de quien nunca más se supo nada.-


Texto Publicado en la Antología de Historias Tucumanas, 2016, Tucumán, Argentina. (Derechos Reservados)

 

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