LA HELADERA (Ale Abrahan)
Elena dormía apoyada sobre la mesa. La despertó el teléfono que
sonó por quinta vez. El aparato, muy cerca de sus manos, vibraba intermitente. Levantó
la cabeza y abrió los ojos enderezándose. Alargó la mano para alcanzar el tubo,
pero en un movimiento de autodefensa, la escondió debajo del mantel. Miró hacia
el jardín a través de la cortina amarillenta. En su pesadilla, la madre regaba
las plantas. Y a continuación, la mujer ya en la cocina, le gritaba que por no
comer todo su almuerzo la internarían en un hospital. Ella, se veía pequeña,
una niña de siete años que lloraba asustada.
Algo se removió en su estómago, pero no era el hambre a
pesar de llevar días sin comer. Por momentos la debilidad y la falta de fuerzas
se apoderaban de ella. No era capaz de distinguir cuanto tiempo había pasado. Las
noches y los días se mezclaban en su conciencia: no sabía con seguridad cuál
fue el momento exacto en que la desgracia comenzó a desparramarse por sus
horas.
Se puso de pie y caminó alrededor de la mesa. Observaba de
reojo la puerta de la heladera que no cerraba del todo. Se acordaba de las
veces que su madre le recriminaba tenerla vacía; que nunca hubiera qué comer
ahí. Si por acaso, en este momento, la pudiera ver, no volvería a quejarse.
Había un montón de trastos sucios en la bacha, ahí hurgó
hasta encontrar un vaso: lo enjuagó, lo llenó de agua y se lo bebió de un
trago. Le temblaban las manos. Se acercó a la ventana que daba al fondo de la
casa. Al abrirla se coló un vapor caliente que golpeó su cara. Por la fuerza
del sol presintió que era pasado el mediodía. Y justamente, en la pared, el
reloj marcaba la una. Dio otro rodeo junto a la mesa, y detuvo sus ojos, una
vez más, en la heladera que no cerraba.
En ese momento un gato atravesó la ventana abierta, se le
acercó ronroneando y enredándose entre las piernas. Quiso acariciarlo. Pero le
costaba mover los dedos. Le hormigueaban las manos; las tenía entumecidas. No tenía
energía.
El animal maullaba olisqueando su plato vacío. Ella no
recordaba cuándo le había dado su comida por última vez. Fue hasta la alacena y
sacó un paquete que con torpeza volcó en el plato.
De repente, Elena sintió un fuerte dolor en el pecho. Respiró
profundo, se agachó por un segundo y se incorporó de nuevo, lo hizo una y otra
vez hasta que el dolor cedió. Sentada, cruzó los brazos sobre la mesa y apoyó
la cabeza con los ojos cerrados hasta quedar dormida una vez más.
La madre le metía con violencia la cuchara en la boca, le
golpeaba los dientes y la obligaba a tragar. Ella sentía las arcadas y los
labios lastimados. “¡Enferma!¡Rata flaca de campo!- gritaba la mujer que con
furia golpeaba la mesa arrojando la olla al piso. La nena lloraba en un rincón mientras
se tapaba los oídos para no escuchar. Y de pronto todo se volvió negro. Sentía
que se encogía poco a poco, se volvía más pequeña, como una rata flaca de
campo.
Unos fuertes golpes en la puerta la despertaron. Las piernas
no le respondían. Le costó incorporarse. Los golpes seguían.
-Ya voy- apenas pudo balbucear.
Cuando por fin abrió, se encontró con su hermana muy
afligida. No logró articular palabra y un mareo la cegó y la hizo tambalear. Se
agarró de la pared para no caer.
-¿Por qué no atendés el teléfono? ¿Qué pasó? ¿Dónde está
mamá? –inquirió la recién llegada mientras buscaba por toda la casa.
-Mamá está en la heladera – susurró Elena.-
Cuento publicado en la antología "De esto no se habla", Tucumán, Argentina, 2019.- (Derechos Reservados)
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